Quizá como obligada secuela de la extraversión que ha determinado la historia colonial del Archipiélago, ciertos sectores del independentismo isleño todavía fían el destino de la lucha de liberación nacional a lo que dispongan el derecho y las instituciones internacionales. Pareciera que esos instrumentos no dan pruebas suficientes todos los días de su identidad con los intereses de las diversas facciones del imperialismo (estatales, transnacionales y financieras). Aunque no resulta menos exótico acatar, sin mayor controversia, que esas instancias resignen sus facultades en favor de la reaccionaria constitucionalidad española. Pero, en realidad, esta formulación estratégica parte de una premisa aún más inquietante: situar el proceso emancipador en los parámetros jurídicos vigentes representa hurtar al pueblo trabajador la posibilidad de crecer construyendo su propia legalidad, la genuina expresión orgánica de su pluralidad, necesidades y aspiraciones. Una cosa es que las clases populares no cuenten todavía con capacidad para disputarle al capital su multifacético monopolio de la violencia (militar, ideológica, etc.), pero otra bien distinta sería renunciar a la creación de una realidad nítidamente transformadora (en las consciencias y en la práctica).
Sin duda, ese reformismo legislativo cuenta con una densa trayectoria en todo el mundo, amparada en la ficción de neutralidad que se atribuye a los aparatos y manifestaciones del Estado, como si no fueran instituciones de dominación clasista. Pensar en una acumulación de fuerzas alternativas por vía parlamentaria y que esto pueda algún día conducir a una descolonización pactada, en fin, apenas alcanza la categoría de humorada más o menos ingenua. Más allá de puntuales movimientos tácticos, como aprovechar una coyuntura electoral para difundir ciertos discursos o estimular ámbitos de politización organizada, depositar alguna esperanza de cambio en las formas del régimen vigente sólo supone seguir alentando líneas políticas oportunistas y periclitadas.
Negar virtualidad por principio a un recurso táctico cualquiera carece de lógica. Hay sectores de la sociedad donde el control caciquil es tan asfixiante que, por ejemplo, la acción sindical más ínfima constituye un gran paso adelante. No se olvide que vivimos en un sistema donde la especulación y la depredación, tanto económica como ambiental, han debilitado hasta casi extinguir la cultura y los medios productivos, lo cual no favorece precisamente la generación de dinámicas populares autónomas. De ahí que la utilización de la legalidad imperante sólo cobre sentido en la medida que ofrezca un recurso más de acumulación, sin perder nunca de vista su condición provisional, ya que en cuanto esto signifique una amenaza para el régimen procederá a su limitación o abolición (como se ha puesto en evidencia con la ley española de partidos).
Confundir la necesaria flexibilidad táctica con un cauce estratégico puede darnos sin ninguna duda esa independencia formal que parece bastar a algunos (a pesar incluso de la reciente y expresiva lección que suministra el modelo kosovar). Pero una liberación nacional que no se defina en términos sociales por su dimensión popular, con los márgenes de conciliación y tolerancia interna y externa ineludibles en el mundo de hoy, sólo traerá la continuidad del régimen de explotación que ahora empobrece a la población trabajadora y destruye el Archipiélago.
A estas alturas, admitir que el trabajo político legal equivale a operar en campo enemigo, y por ello debe tomarse con tanta relatividad como cautela, prefigura un criterio básico de salubridad (respecto de los poderes coloniales, pero también del subnacionalismo y otras modalidades del oportunismo). Profundizar con una radicalidad creciente en los procesos de vertebración democrática que poco a poco van surgiendo a través de las luchas populares, de manera que seamos capaces de forjar a partir de ahí una realidad escindida, arma hoy la única dirección política consistente para garantizar, cuando menos, los derechos de las clases trabajadoras en la construcción nacional.
Ignacio Reyes