30/12/11

Crónica de una quimera III

En esta tercera entrega se detalla algo más como se vivió el resurgimiento del movimiento nacional-popular y su repentino éxito. En este logrado artículo, Sergio Hernández Ibrahim describe a dos líderes independentistas del momento; Antonio Cubillo y Carlos Suárez conocido como 'Látigo Negro'.

La década de los setenta del pasado siglo fue el tiempo de triunfos electorales que ponían en manos de los dirigentes de esta insólita Alianza (PCU, luego UPC) un poder inmenso, el poder del influjo que galvanizaba la voluntad de amplias corrientes populares que parecían estar tras la puerta esperando que alguien se atreviera a tomarlo en su mano y traducirlo en acción política. ¿Cómo es que un pueblo como el canario, tan falto históricamente de confianza en sí mismo, se atrevía a romper las ataduras de un dominio ideológico tan secular? Esta especie de erupción no podía derivar en otra cosa que no fuera el miedo. Todo el mundo se sintió presa del pánico. ¿Qué hacemos ahora? ¿Quién nos mandó jugar el papel de aprendices de brujo? El chance del apoyo electoral semejaba una bola al rojo vivo, que de forma inesperada caía en las manos de unos dirigentes que no tenían la menor idea acerca de cómo transformarla en algo identificable a medio y largo plazo. ¿Hacemos la Revolución Socialista? ¿Lucha frontal por la independencia?

 Toda aquella verbosidad revolucionaria, mágica expresión de la impotencia de una pequeña burguesía aupada a poner en marcha un proceso histórico –el que sea- demasiado ambicioso para su escuálida capacidad operativa, porque sólo contaban con el apoyo popular –toda clase de trabajadores, agricultores, clases medias bajas-, y enfrente un enorme aparato de Estado en conjunción con los estamentos dominantes de las burguesías del país y del Estado, arropados por el tinglado correoso de los medios de comunicación de masas, entregados a su vez a una estrategia de boicot y desprestigio, a los que se les suministró a manos llenas causas bastantes para probar la incertidumbre y la falta de visión de futuro de una coalición que terminó apareciendo penosamente ante su propio pueblo como una jaula de grillos. 

La transición en Canarias estuvo marcada por el miedo al nacionalismo. Este estallido inesperado amedrentó a todo el mundo, incluyendo a los propios independentistas. El aparato de Estado bordeó la histeria, los estamentos dominantes del país denunciaban la dramática incertidumbre de una pendiente que podía llevar a la debacle, los grupos revolucionarios de izquierda hacían encajes de bolillos para eludir alianzas comprometedoras: defendían una revolución de papel, construían y deconstruían programas alternativos destinados a encauzar la agitación por la Independencia hacia cualquier camino que evitara la lucha por la construcción de un Estado, los independentistas derrochaban todas sus fuerzas en una agitación estentórea, actuando en todos los escenarios a la luz del día. Su cándida ingenuidad era lo único que salvaba su tozuda imprudencia, porque ellos sabían, pero no sabían que sabían, que estaban muertos de pavor, que todo conspiraba contra ellos, que se quedarían solos, que todas las fuerzas del mundo se agrupaban para aislarlos, para convertirlos oficialmente en lo que ya eran, unos románticos inveterados. Azuzados y empujados desde todas partes redoblaron su agitación y, cuando la marea pasó, quedaron para la Historia como testimonio de lo imposible.


Tony Gallardo, escultor y militante comunista impulsor del Manifiesto de El Hierro. Posteriormente se descafeinó hasta asumir el constitucionalismo español. 


El grueso de los artistas e intelectuales canarios se vio también conmocionado por este tifón. Hoy puede resultar inexplicable el Manifiesto Nacionalista de El Hierro. Escultores, pintores, poetas, literatos, narradores, todos se sintieron obligados a pronunciarse acerca de esta eclosión política, todo lo difusa que se quiera, que avizoraba el nacimiento de una autoconciencia, llamémosla de pueblo si no se desea utilizar el término nacionalista. Muy grande tuvo que ser el aldabonazo para que este sector tan sensible del tejido social se viera compelido a un acercamiento a este hecho político nuevo. No se trataba de una actitud panfletaria, ni de una identificación directa o indirecta con un movimiento político. Pero este canto, está llamada a replantearse la compleja realidad del país, es un ejemplo más de la profundidad del estallido.


La crisis de la coalición derivó en múltiples vertientes polémicas. ¡La patente política es nuestra! ¡Nosotros somos los fundadores, ustedes se sumaron después! ¡Las siglas son mías! El “gravísimo error” de los izquierdistas oficiales fue formular un Programa Político preñado de puntos soberanistas. ¿Cómo iban a prever que los locales se les iban a llenar de independentistas de toda laya, que querían avanzar por el camino que los dirigentes habían señalado? ¡Ah amigo! Una cosa es elaborar un Programa y otra muy distinta es pretender ponerlo en práctica. No debe confundirse la agitación con las necesidades de las maniobras políticas cotidianas. Qué enorme angustia ésta, hacer un Plan Político dirigido a las masas, y verse sorprendidos por la irrupción de esa misma muchedumbre que desborda toda explicación constructiva, que desea verse reflejada en la actitud y las orientaciones de sus dirigentes. ¿Qué respuesta podían dar los jefes? ¡No es esto, no es esto! ¡Hay que parar!. En la agudeza de la polémica, ambos bandos levantaron sus banderas. ¡Frente Político de Masas!, decían los independentistas. ¡Frente Político y de Masas!, respondían los “ortodoxos del marxismo”. No es un sarcasmo. Una simple conjunción [copulativa o disyuntiva] condensaba un problema político fundamental: o el Frente era una coalición de partidos, o, todo lo más, éstos eran la expresión externa de una voluntad política forjada por la decisión común de todos los militantes reunidos en Asamblea. O se trataba de una alianza de partidos que decidían la estrategia de la coalición en petit comité, donde cada fuerza política disponía de un voto –versión “marxista ortodoxa” (entiéndase este aserto como una ironía más que patética)-, o era la “Voluntad General” de la militancia la que decidía la estrategia a seguir –versión independentista-. Lo segundo era el combate, el empujón de la marea, lo otro expresaba el tirón de las riendas, el freno, la contención, y todo conspiraba para que ganaran los buenos. 

Muy pronto los “izquierdistas oficiales” se apresuraron a modificar el contenido político de la coalición creando Unión del Pueblo Canario, dando entrada a partidos que carecían de todo arraigo popular, pero que disponían de su propia identidad. Así pasaron a enjugarla fuerzas como el Partido Republicano Federal (el que fundó Franchy y Roca a principios del pasado siglo) del que, salvo unos pocos enterados, nadie tenía idea de sus antecedentes históricos. Así se integró el señor Millares, meritorio investigador en el campo de la Historia del país, que se apresuró a condenar tajantemente toda veleidad independentista. Así engrosó las filas de la Revolución el PSOE histórico, que ni siquiera se molestaba en mostrar desacuerdos básicos, asombrado de adquirir una cancha política inmerecida. Era importante aislar el bacilo delirante del nacionalismo, máxime cuando, en las tinieblas exteriores, el MPAIAC condenaba el entreguismo de la coalición y clamaba por una solución internacional del conflicto histórico que enfrentaba a Canarias con el Estado español. Realmente se estaba ante un verdadero desgarro. El grueso de los cuadros dirigentes de la coalición provenía de la lucha antifranquista. Todos arribaban con la pesada carga de los problemas del pasado, con los tics y los métodos del pasado, con el lenguaje del pasado. ¡Cuántos se esforzaron por sacudirse tan pesada losa! ¡Cuántos intentaron hacer su propia metamorfosis, cambiar el corazón y ponerlo en un motor nuevo! Pero nadie estuvo en su hora mejor. Hasta los más decididos independentistas que venían de la vieja escuela se veían enfrentados a la disyuntiva de romper con los viejos camaradas que persistían en el Manual de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, cuando no en el Libro Rojo de Mao. ¿A dónde recurrir? ¿A Fanon, a las teorías Tercermundistas, Samir Amin, Nakruman, Che Guevara, Secundino Delgado, el Desarrollo Desigual, la contradicción Centro-Periferia?


Había dos dirigentes nacionalistas que hubieran podido aglutinar a su alrededor las respectivas grandes tendencias que concentraban el activismo del movimiento general. Uno era el jefe del MPAIAC, personaje singular y, en cierto modo, precursor del nacionalismo [moderno, aunque muy lastrado por un cierto indigenismo] en Canarias. Fue el único que se atrevió a romper en plena dictadura con las estrategias clásicas antifranquistas y reivindicar para el país una salida política propia. La época en que este personaje se lanzó a esta apuesta condicionaba mucho su propia estrategia: vivió el auge de los movimientos descolonizadores africanos, el optimismo de la libertad y la reivindicación de las culturas marginadas. De ahí que, coherentemente, procurara arroparse en el respaldo de los nuevos Estados nacidos de esa descolonización. 

Lo grave de este personaje, al que nadie puede negarle sus méritos históricos iniciales, es que sus virtudes – la intuición histórica para recoger los grandes rasgos que marcan el nacimiento de una nueva época, el carisma, la capacidad de maniobra en los escenarios internacionales, la capacidad de difundir ilusión y confianza en las posibilidades del país - estaban a la altura de sus enormes defectos – sus hábitos autoritarios, por no decir dictatoriales, su franca posición contra la izquierda nacionalista, su mimetismo mecánico de las experiencias tercermundistas, sus métodos caóticos de dirección política, su concepción utilitarista de la teoría política, su magnificación de los hábitos conspirativos-. 

La medida de la grandeza de los grandes personajes históricos la da su genio para unificar todas las tendencias en un Proyecto Común, su talento para estar por encima de las diversas corrientes, su sabiduría para identificarse como autoridad reconocida prescindiendo de toda imposición del consabido método administrativo y/o dictatorial. Si a esto se le une la lucidez y la intuición de avizorar el sentido histórico que se esconde tras las maniobras y pequeñas batallas cotidianas, se forjará un pacto tácito que convertirá su ambición personal en un patrimonio de todos. Desgraciada y probablemente, los tiempos no eran muy proclives y la figura se desfondó al crear a su alrededor un deplorable desierto, dada su nefasta desorientación y la falta de compresión acerca del significado del término negociación. Para este hombre negociar era aceptar pura y simplemente sus propuestas lo que, dada la difusa confusión que padecía y la que se extendía por todas partes, no podía llevar a otro resultado que a la parálisis y la agudización de la lucha civil en el seno del propio movimiento. 

La grandeza. ¿Qué es esto? La grandeza política no tiene necesariamente que ver con la grandeza humana. Churchill fue políticamente grande, a pesar de sus mezquindades y su retrógrado chauvinismo anglosajón. El Che pasará a la Historia sobre todo por su altura humana, que en absoluto desmerece su grandeza política. Las épocas en que vivieron les dio a cada uno el paisaje que les dotó de una identidad concreta, al igual que a Marx, Bakunin, Garibaldi, Rosa Luxemburgo, Lincoln, Roosevelt, Martí, Fanon, Gandhi o Mandela. Admiramos la altura humana de muchos personajes históricos, pero nos fascina la grandeza política de tantos en los que más vale no rebuscar en su vulgar o cicatera vida personal. Y no es que el destino de una idea política dependa exclusivamente de la presencia del Napoleón de turno, pero es que la Historia es un juego, dramático si se quiere, un juego que revolea, se extiende y, a veces, viene a desembocar en situaciones puntuales en la que todo depende de la acción de una ínfima minoría o de una sola persona. Son momentos únicos en los que una infinidad de voluntades individuales se condensan en un solo actor o en un pequeño grupo, por el que se está dispuesto a jugárselo todo. ¿Por qué? Aquí hay una sutil interacción de sentimientos. Es imposible divorciar de la acción política el par amor-odio que alinea las diversas formas de entender nuestro mundo, nuestras maldiciones, nuestros callejones sin salida. Se forja así el sujeto ideal que es capaz de transformar nuestras frustraciones y esperanzas en una milicia única. Y depositamos nuestra confianza y destino en alguien que unas veces lo merece y otras no. Ya vendrá el veredicto, que a lo mejor dependerá de la actitud de exigir mucho o demasiado poco, habida cuenta del escenario de la tragedia. Emiliano Zapata y Pancho Villa se debatieron como leones tal vez porque se apresuraron, pero había que hacerlo porque aquello era insoportable.

"Carlos Suárez era una bandera, la única enseña que expresaba la posible construcción de un nacionalismo progresista"

Otro dirigente tuvo la posibilidad y la perdió: el compañero Carlos Suárez, destacado líder del Movimiento Obrero y del Partido Comunista Canario; vivió personalmente el desgarro derivado de su rompimiento con la dinámica de los grupos marxistas del país, miméticamente adscritos a las consignas pretendidamente internacionalistas de las corrientes comunistas de la época, que asignaban a Canarias un papel subordinado a las tendencias generales. Fue uno de los más importantes forjadores del PCC (p) y de la coalición, creía sinceramente que era posible una alianza de y con los grupos marxistas revolucionarios, bajo la consigna del Derecho a la Autodeterminación. Venía del Partido Comunista de la clandestinidad antifranquista, pero estuvo entre los primeros comunistas que se interrogaron acerca de la lógica que negaba al país su propio camino de emancipación, lo que le llevó a defender la independencia

Las diversas corrientes ideológicas de izquierda, según su concepción, debían supeditarse al objetivo común y se negaba a adscribirse a ninguna de ellas, actitud que fue un arma en manos de sus adversarios “ortodoxos”, que la interpretaban, en el lenguaje de la época, como muestra de oportunismo político, tachándole de personalista. Este dirigente era un problema por su prestigio político, era un problema porque venía del comunismo, era un problema porque se negaba a renunciar a sus concepciones nacionalistas. Era preciso aislarlo. Y lo aislaron. Carlos Suárez era la subversión de los “lugares comunes”. Su frontal negativa a patentar una versión ortodoxa –llámese soviética, maoísta o troskista- de la ideología comunista, no tenía otro sentido que el intento serio de afrontar con rigor las tareas de hacer la Revolución desde la realidad de su propio país. Al margen de sus aciertos y errores, de sus intenciones subjetivas, Carlos era una bandera, la única enseña que expresaba la posible construcción de un nacionalismo progresista, tal vez la única posibilidad de institucionalizar una opción política con capacidad de atravesar la marea de la estabilización y salvar un patrimonio político merecedor de una suerte mejor de la que tuvo. Era un aglutinante peligroso y los ortodoxos montaron un operativo destinado a liquidarlo políticamente. Cayó en la encerrona esencialmente por dos causas: primero, porque llevaba en su corazón el dilema hamletiano: ser o no ser comunista. ¿Tendría o no tendría las fuerzas necesarias para romper con los grupos que suministraban la patente del marxismo-leninismo? ¿Sería capaz de forjarse su propia realidad política, aún a riesgo de verse sometido a la condena de los ortodoxos? 

Tal angustia obnubiló su capacidad de maniobra y nunca se atrevió a romper francamente con los viejos moldes. Lo intentó, pero fue tal el aluvión de ataques y conspiraciones que sufrió, que le venían de todos lados, que apenas podía pergeñar una extraña combinación de maniobras defensivas y protestas de fidelidad a la causa del proletariado. Cuando los ortodoxos culminaron su objetivo de zapar el movimiento sindical y defenestrar las tendencias independentistas, este dirigente había quedado ya destrozado, incapaz de iniciar cualquier maniobra de acercamiento a los “Últimos de Filipinas”, algunos de los cuales, paradójicamente, habían colaborado a descabalgarlo, probablemente por dos razones: porque, dada la confusión imperante, era imposible averiguar las intenciones últimas de cada cual y, tal vez lo más importante, porque este destacado dirigente, con un pie en el comunismo y otro en el nacionalismo, nunca se atrevió a proclamar a los cuatro vientos [y ejecutar] su franca ruptura con la vieja política e intentar el acercamiento negociador hacia las corrientes más radicales, para intentar rescatarlas del marasmo y la confusión política.

¿Por qué? En el análisis de su actitud hay que desechar las interesadas versiones de los ortodoxos, que interpretaban sus movimientos en clave personalista. Según esto, su interés no iba más allá de su propio encumbramiento personal y no su coherente entrega a una cierta idea de la lucha política en Canarias. Claro es que, desde los viejos resabios conspirativos de la clandestinidad, para los marxistas-leninistas oficiales era de obligado cumplimiento la subordinación de todo comunista a las orientaciones de los grupos que tenían, más o menos, el respaldo internacional de la Marca Revolucionaria. El que pretendiera salirse del cuadro era o un traidor o un oportunista. El nombrete de personalista era un eufemismo que se utilizaba para evitar términos más duros. Personalista, pequeñoburgués, irreductible a toda disciplina ideológica. ¿Cómo se puede, después de duros años de lucha, no sentirse dolorido ante la expulsión del banquete ideológico, ante la pérdida de relación con tantos camaradas, para verse sumergido en el infierno de la marginación? La explicación es tal vez más sencilla. 

Una persona que tenía conciencia de las enormes tareas políticas que implicaban la lucha por la independencia, imposibles de abordar sin contar con un nutrido grupo de cuadros políticos disciplinados que dieran forma a las ansias populares y trazaran los elementos esenciales de la estrategia y la táctica política, que construyeran una Organización que fuera capaz de estabilizar la simpatía popular y hacer Historia a través de todos los desiertos. ¿De dónde podían salir estos cuadros sino de la praxis marxista, la única con el método adecuado y una mínima tradición de lucha? Por eso intentó mantener un hilo conductor con la vieja escuela. Sabía que la otra vía era la inmersión en el marasmo, en el caos difuso que emanaba del nacionalismo de nuevo cuño, para quién toda propuesta de organización y disciplina era sinónimo de freno y rendición.


Y fracasó por las mismas buenas razones que condicionaban sus maniobras de avance y repliegue. Su drama es, en cierto modo, patrimonio de todos nosotros, de todos los nacionalistas y comunistas consecuentes; y yo estoy obligado a reconocerlo desde una perspectiva más que autocrítica.