27/12/11

Crónica de una quimera II

Para estas fuerzas políticas [izquierda española] el nacionalismo podía ser un motor más de la “lucha de clases” si se aplicaban ciertos elementos correctores, el más importante de todos: si era dirigido por la “vanguardia de la clase obrera”, es decir, por los comunistas. En frase de un destacado dirigente de aquella época: “no sabemos a dónde nos puede conducir el delirio nacionalista”.
Sergio Hernández Ibrahim. Después de las primeras elecciones democráticas de 1977, en las que la candidatura de Pueblo Canario Unido logró un resultado digno, aunque sin representación, los locales del Sindicato Obrero Canario se vieron desbordados por una verdadera invasión de trabajadores que venían “a afiliarse al partido”. La gente no distinguía entre política y sindicalismo, lo que llevó a los primeros activistas sindicales a dar a la Organización un fuerte acento político. En la segunda mitad de la década de los setenta, los movimientos políticos reverberaban. Los trabajadores, los jóvenes, se movilizaban en todos los ámbitos: los institutos, la universidad, las asociaciones, el movimiento sindical. Afloraron como hongos infinidad de partidos con la marca nacionalista, Partido Comunista Canario (p), MPAIAC, más tarde Congreso Nacional Canario, Movimiento Canarias Libre, Pueblo Canario Unido, posteriormente Unión del Pueblo Canario, coaliciones que integraban a distintas corrientes, puramente independentistas unas, nacionalistas de izquierda otras. El filón del reclamo nacionalista atrajo al mismo campo a otras fuerzas políticas que se reclamaban del marxismo, algunas todavía clandestinas en aquella época: Partido Comunista Internacional, Partido Comunista marxista-leninista, Oposición de Izquierdas del Partido Comunista de España, Partido de Unificación Comunista, más tarde Movimiento de Izquierda Revolucionario del Archipiélago Canario (MIRAC). Pero esta atracción era muy contradictoria: para estas fuerzas políticas el nacionalismo podía ser un motor más de la “lucha de clases” si se aplicaban ciertos elementos correctores, el más importante de todos: si era dirigido por la “vanguardia de la clase obrera”, es decir, por los comunistas. En frase de un destacado dirigente de aquella época: “no sabemos a dónde nos puede conducir el delirio nacionalista”.

Los grupos políticos se hacían y deshacían en intervalos de meses, a veces de pocas semanas. Pero la coexistencia agónica entre los comunistas y los nacionalistas, situados todos en los arrabales del nuevo sistema político que se construía desde la “transición” no podía durar mucho. Los nacionalistas reivindicaban abiertamente la independencia, pero carecían de programas alternativos que les situara en una posición favorable frente a la “normalización” que se avecinaba. La vía de la descolonización propugnada por el MPAIAC hizo pronto aguas por todos lados; el resto afrontaba una lucha de masas que carecía de todo referente positivo que permitiera mantener un apoyo mínimamente digno cuando la marea movilizadora remitiera. Los comunistas [“radicales”] deseaban presionar, bien que sin rumbo cierto, manteniéndola abierta mientras se pudiera, una lucha que evitara la definitiva estabilización, en la conciencia de que ésta daría al traste con toda posibilidad de cambio revolucionario. Pronto se vio que esta contradicción tenía que llevar a la quiebra de la alianza entre comunistas y nacionalistas. Ambos luchaban por el poder, por la dirección del proceso, pero ninguna tenía las condiciones políticas apropiadas para utilizarlo en algún sentido constructivo. Los comunistas, porque carecían de toda alternativa viable para instalar un régimen revolucionario, no ya en España, sino en Canarias. A esto último se negaron de plano, y ni tan siquiera estaban dispuestos a mantener una coalición que conquistara una influencia basada en la punta de lanza de la Autodeterminación del país, para atravesar con un éxito mínimo el desierto del nuevo régimen que se avecinaba a ojos vista, a fin de alcanzar un grado estimable de movilización popular, porque esto significaba “dejarse arrastrar por el nacionalismo burgués”. Así que prefirieron romper con los nacionalistas, lo que arrastró esta insólita alianza al descrédito y la inanición política.

Los nacionalistas, desorientados y confundidos, faltos de toda visión realista, y carentes de todo programa alternativo que se propusiera de algún modo también esta “travesía del desierto”, emplearon sus fuerzas en una dura controversia con los comunistas. Ambas líneas se enfrascaron en una inútil y penosa confrontación en la que se tildaron mutuamente de traidores y vendidos, unos al colonialismo, otros a la reacción internacional. Unos quedaron situados dentro del sistema, si bien con un “planteamiento crítico” muy minoritario, otros prefirieron mantenerse como “francotiradores contra el colonialismo”, probando la vía electoral de vez en cuando para comprobar su absoluta falta de porvenir. Todos colaboraron a un hundimiento que era inevitable desde el origen. Esta fue la época de la polémica sobre el significado del Derecho a la Autodeterminación. El hecho de que el debate –por otro lado bastante irregular y tormentoso- se centrara en este tema, mostraba bien a las claras que el tiempo de la lucha estaba pasando, y que entrábamos en una nueva fase que no se proponía cambiar el mundo, sino explicarlo. Y, ya se sabe, explicar, polemizar, filosofar, dudar, dejar stand by, una pendiente o declive que lleva directamente a la pérdida del nervio que mantiene la voluntad de lucha. Una polémica interesante, casi, casi, planificada por la Providencia. O, quizás, por una Inteligencia Superior que pocas veces aflora en los relatos históricos, pero que tiene servidores en todas partes. Esta quiebra no se desencadenó sólo en las cúpulas dirigentes, sino que fue un tornado que se extendió a lo largo y ancho de todos los movimientos organizados, sindicatos, asociaciones cívicas, partidos. Todo el movimiento, entendido en sentido amplio, se escindió en infinidad de grupúsculos que perdieron todo contacto con las masas, mientras la sociedad entera se sumergía en una nueva fase de “armonía colonial”.
Sea como sea, y a despecho del diagnóstico histórico ¿Quién puede negar que aquellos fueron años “vividos peligrosamente”? Todo el mundo enfrascado en un quehacer cotidiano que parecía llevar a una pronta liberación de la tierra, todo el mundo margullando en las distancias cortas, forjando alianzas temporales, saliendo de un grupo para ingresar en otro, todo el mundo aparentando lucidez, vendiendo neveras a brazo partido, todo el mundo decepcionando tarde o temprano a sus seguidores. Manifestaciones, huelgas, elecciones, y los dirigentes condenando, pontificando, conspirando. Cambios de cerraduras, reivindicación de locales, asaltos nocturnos, sustracción de papeles y maquinas multicopistas, carreras por llegar antes a la ventanilla de siglas del Ministerio del Interior. Nadie manejaba los hilos, todos eran honrados, todos dieron lo que pudieron, todos deseaban la Revolución. Y, al fondo, la angustia existencial, las crisis personales, porque, cuando todo se acaba ¿Qué va a ser de mi vida? (aserto que, aunque parezca increíble, responde a una anécdota real).


El militante típico pertenecía a la estirpe de los que no podían separar su vida personal de la actividad política. ¿Qué es lo que lleva a cierta gente a entregarse a una causa y estar dispuesta a darlo todo por ella? La cuestión no tiene respuesta sólo en el intelecto. Hay cientos de miles de personas que saben que no podemos, que no debemos seguir viviendo así...y siguen viviendo. El tema es: ¿Cómo nace la pasión por vivir intensamente la lucha por un mundo mejor? ¿Qué hace que esta pasión se convierta en el objetivo de toda una vida y se subordine a ella el afecto personal, la profesión, el goce del arte, el sexo? Para el militante típico al principio fue el Verbo, el discurso, la explicación lúcida de las contradicciones del mundo, un irresistible imán de una fuerza tal, que arrebataba y empequeñecía las mezquindades cotidianas. La Libertad de Canarias, la Emancipación de los Trabajadores, la Lucha de Clases, el meticuloso análisis de los procesos sociales que brindaba el marxismo, una guía para la acción, un método, una filosofía acerca del poder. Dijo el filósofo (Hegel, 1770-1831): “los “hombres” creen, al perseguir sus fines personales, que en ellos se resume todo el movimiento del mundo, porque no pueden concebir en su pequeñez que, al alcanzar tales fines, ejecutan realmente lo que la Razón se ha propuesto”. El marxismo era la conciencia del Movimiento Histórico, el control real de los procesos sociales, el Plan Puntual en un devenir Infinito. Decía Henry Miller de John Reed que un hombre que se propone liberar a la Humanidad, que se propone afrontar un objetivo tan vasto, está realmente huyendo de sí mismo. Pero Miller olvidaba que tal propósito nunca se consigue y que a la postre lo único que queda de toda experiencia es el forcejeo en las cortas distancias. ¿Qué puede narrar cada uno de las grandes o pequeñas batallas en que ha participado? Se pueden contar con pocos dedos los Tolstoy capaces de dar un cuadro de las epopeyas de los pueblos. Así que, apenas, se pueden relatar los encuentros en la clandestinidad, los planes de lucha, el romance borrascoso con aquella persona progresista a la que se estaba tan íntimamente unido/a. También está el odio, el odio al adversario, a la policía. Y el miedo, el miedo a una caída, a un fallo, a la cárcel, a la muerte y ¿por qué no? al desamor, a la incomprensión, a que nadie reconozca los méritos y el empuje que daban sentido a ese sufrimiento.


Y el Poder. El Poder. Da igual el escenario. Otórguese un poder, uno cualquiera, una capacidad de influir directamente en las personas, un reconocimiento, un statu de dirigente. Todos los sufrimientos de una vida adquieren entonces una nueva luz. Toda mi vida ha sido una preparación para esto. Al igual que la inteligencia se espolea ante la adversidad, al igual que la familia es la garantía de una emanación de afectos que nos aferra al mundo, aunque sea mentira, aunque el telón de fondo no sea más que el resentimiento, la aversión, la envidia, las ansias de destrucción, el mando es la garantía de ser querido. Para esto hacía Lorca poesía, pero todos no tienen ese don. Como la pescadilla que se muerde la cola, la acción política ofrecía un atractivo: la capacidad de lograr la Utopía gozando. El mundo va a cambiar, Yo lo estoy cambiando, todo encaja.


En el 76 era relativamente fácil hacer sindicalismo. Se pueden rememorar cientos de anécdotas extraídas de la agitación diaria. Una vez se logró reunir a un grupo de sesenta trabajadores de hostelería en las mismas instalaciones de la empresa. Comenzó el mitin una compañera que disertó sobre temas estrictamente sindicales y así continuaron otros activistas. Era palpable que los obreros –las masas- no prestaban una gran atención. Cuando le llegó el turno de hablar al activista político-sindical se sorprendió a sí mismo dejándose llevar por el lirismo de un discurso que entremezclaba y solapaba las cuestiones sindicales y los objetivos políticos: la Autodeterminación, un nuevo Estado, una Historia secuestrada. Todos empezaron a adoptar una actitud de asombro alborozado y fueron apiñándose a su alrededor. Sonaron bravos, aplausos, se abrió un coloquio en el que nadie se planteó siquiera las dramáticas dificultades de un objetivo político tan ambicioso. Era lógico desconcertarse ante tal reacción -¿qué es lo que he dicho?-. Era lógico intuir vagamente que se estaba extendiendo un reguero de fuego que arrastraba a todos. Lo importante era la Idea, una idea que hechizaba, que sembraba una ilusión de cambio que transformaría radicalmente la vida.